Nunca me gustaron las palomas. Me dan asco sus pies, todos arrugados y color rosa viejo, tienen las plumas siempre desarregladas, con extraños patrones de color, las cabezas sacudiéndose adelante y atrás mientras caminan, esos ojos, círculos perfectos mirando a la nada… en resumen, son poco amables a la vista.
Que anden en patotas tampoco ayuda, cuando veo algún grupo, haciendo círculos y eses por la plaza, hay una parte de mí que está esperando que se organicen y empiecen a atacar a los transeúntes, en busca de paquetes de cerealitas ocultos. Objetivamente, no creo que un bicho tan insulso intente alguna vez un golpe de esos, pero igual las miro de reojo, vigilándolas.
Hay un sólo lugar donde no me molesta verlas, donde su aparición, de hecho, es bienvenida: Revoloteando bajo los arcos del techo de la estación de Retiro.
Ahí, con ese marco, reflejando la luz tan particular que cae sobre los andenes, las palomas adquieren un halo majestuoso. Se posan en un farol y en otro, cruzan sobre las cabezas de la gente, recordándoles que ellas, la plaga urbana, pueden volar. No tienen que esperar ningún tren, no toman colectivos. Están ahí paseando, podrían estar en cualquier otro lado, solo haría falta que se les ocurra (sí, es bastante improbable que “se le ocurra algo” a una paloma, pero la posibilidad está). Me gusta mirarlas desde abajo, irse lejos hasta otros andenes, allá donde sale el tren a Tucumán por ejemplo, lindos recuerdos, lindos pensamientos.
Entonces resulta que hoy, tras un tiempito sin volver a casa vía Retiro, noto después de un rato de estar parada en el andén, que no hay palomas, ni una. Un gorrión por allá y nada más. Miro con más detenimiento, cerca y lejos. Nada.
¿Dónde están? ¿Será la lluvia? Nunca se van con la lluvia, tampoco creo que migren… ¿Habrá alguna convención columbina en otra parte de la ciudad? ¿Las fumigaron, tal vez? ¿Se puede fumigar palomas?
No tengo respuestas.
Pero, al fin de cuentas, las extraño palomas.
Como sea, vuelvan.